A los fieles (II)
(Segunda redacción)
En el nombre del Señor, Padre e Hijo y Espíritu Santo. Amén.
A todos los cristianos religiosos, clérigos y laicos, hombres y mujeres, a todos los que habitan en el mundo entero, el hermano Francisco, su siervo y súbdito: obsequio con reverencia, paz verdadera del cielo y sincera caridad en el Señor.
Puesto que soy siervo de todos, estoy obligado a serviros a todos y a administraros las odoríferas palabras de mi Señor. Por eso, considerando en mi espíritu que no puedo visitaros a cada uno personalmente a causa de la enfermedad y debilidad de mi cuerpo, me he propuesto anunciaros, por medio de las presentes letras y de mensajeros, las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es la Palabra del Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida.
La Palabra del Padre encarnada: el Señor Jesucristo
El altísimo Padre anunció desde el cielo, por medio de su santo ángel Gabriel, esta Palabra del Padre, tan digna, tan santa y gloriosa, en el seno de la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad. Él, siendo rico, quiso sobre todas las cosas elegir, con la beatísima Virgen, su Madre, la pobreza en el mundo. Y cerca de la pasión, celebró la Pascua con sus discípulos y, tomando el pan, dio las gracias y lo bendijo y lo partió diciendo: Tomad y comed, éste es mi cuerpo. Y tomando el cáliz dijo: Ésta es mi sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por vosotros y por muchos para remisión de los pecados. Después oró al Padre diciendo: Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz. Y se hizo su sudor como gotas de sangre que caían en tierra. Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad; no como yo quiero, sino como quieras tú. Y la voluntad del Padre fue que su Hijo bendito y glorioso, que él nos dio y que nació por nosotros, se ofreciera a sí mismo por su propia sangre como sacrificio y hostia en el ara de la cruz; no por sí mismo, por quien fueron hechas todas las cosas, sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo, para que sigamos sus huellas. Y quiere que todos nos salvemos por él y que lo recibamos con nuestro corazón puro y nuestro cuerpo casto. Pero son pocos los que quieren recibirlo y ser salvos por él, aunque su yugo sea suave y su carga ligera.
Práctica de la vida cristiana
Los que no quieren gustar cuán suave sea el Señor y aman las tinieblas más que la luz, no queriendo cumplir los mandamientos de Dios, son malditos; de ellos se dice por el profeta: Malditos los que se apartan de tus mandatos. Pero, ¡oh cuán bienaventurados y benditos son aquellos que aman a Dios y hacen como dice el mismo Señor en el Evangelio: Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda la mente, y a tu prójimo como a ti mismo.
Por consiguiente, amemos a Dios y adorémoslo con corazón puro y mente pura, porque él mismo, buscando esto sobre todas las cosas, dijo: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad. Pues todos los que lo adoran, lo deben adorar en el Espíritu de la verdad. Y digámosle alabanzas y oraciones día y noche diciendo: Padre nuestro, que estás en el cielo, porque es preciso que oremos siempre y que no desfallezcamos.
Ciertamente debemos confesar al sacerdote todos nuestros pecados; y recibamos de él el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Quien no come su carne y no bebe su sangre, no puede entrar en el reino de Dios. Sin embargo, que coma y beba dignamente, porque quien lo recibe indignamente, come y bebe su propia condenación, no distinguiendo el cuerpo del Señor, esto es, que no lo discierne. Además, hagamos frutos dignos de penitencia. Y amemos al prójimo como a nosotros mismos. Y si alguno no quiere amarlo como a sí mismo, al menos no le cause mal, sino que le haga bien.
Y los que han recibido la potestad de juzgar a los otros, ejerzan el juicio con misericordia, como ellos mismos quieren obtener del Señor misericordia. Pues habrá un juicio sin misericordia para aquellos que no hayan hecho misericordia. Así pues, tengamos caridad y humildad; y hagamos limosnas, porque la limosna lava las almas de las manchas de los pecados. En efecto, los hombres pierden todo lo que dejan en este siglo; llevan consigo, sin embargo, el precio de la caridad y las limosnas que hicieron, por las que tendrán del Señor premio y digna remuneración.
Debemos también ayunar y abstenernos de los vicios y pecados, y de lo superfluo en comidas y bebida, y ser católicos. Debemos también visitar las iglesias frecuentemente y venerar y reverenciar a los clérigos, no tanto por ellos mismos si fueren pecadores, sino por el oficio y administración del santísimo cuerpo y sangre de Cristo, que sacrifican en el altar, y reciben, y administran a los otros. Y sepamos todos firmemente que nadie puede salvarse sino por las santas palabras y por la sangre de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos dicen, anuncian y administran. Y ellos solos deben administrar, y no otros. Y especialmente los religiosos, que han renunciado al siglo, están obligados a hacer más y mayores cosas, pero sin omitir éstas.
Debemos tener odio a nuestro cuerpo con sus vicios y pecados, porque dice el Señor en el Evangelio: Todos los males, vicios y pecados salen del corazón. Debemos amar a nuestros enemigos y hacer bien a los que nos tienen odio. Debemos observar los preceptos y consejos de nuestro Señor Jesucristo. Debemos también negarnos a nosotros mismos y poner nuestro cuerpo bajo el yugo de la servidumbre y de la santa obediencia, como cada uno lo haya prometido al Señor. Y que ningún hombre esté obligado por obediencia a obedecer a nadie en aquello en que se comete delito o pecado.
Mas aquel a quien se ha encomendado la obediencia y que es tenido como el mayor, sea como el menor y siervo de los otros hermanos. Y haga y tenga para con cada uno de sus hermanos la misericordia que querría se le hiciera a él, si estuviese en un caso semejante. Y no se irrite contra el hermano por el delito del mismo hermano, sino que, con toda paciencia y humildad, amonéstelo benignamente y sopórtelo.
No debemos ser sabios y prudentes según la carne, sino que, por el contrario, debemos ser sencillos, humildes y puros. Y tengamos nuestro cuerpo en oprobio y desprecio, porque todos, por nuestra culpa, somos miserables y pútridos, hediondos y gusanos, como dice el Señor por el profeta: Yo soy gusano y no hombre, oprobio de los hombres y desprecio de la plebe. Nunca debemos desear estar por encima de los otros, sino que, por el contrario, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios.
Bienaventuranza de la vida teologal
Y sobre todos ellos y ellas, mientras hagan tales cosas y perseveren hasta el fin, descansará el espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a Jesucristo. Somos ciertamente hermanos cuando hacemos la voluntad de su Padre, que está en el cielo; madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo, por el amor y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo.
¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo!, que dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros diciendo: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado. Padre, todos los que me has dado en el mundo eran tuyos y tú me los has dado. Y las palabras que tú me diste se las he dado a ellos; y ellos las han recibido y han reconocido verdaderamente que salí de ti, y han creído que tú me has enviado; ruego por ellos y no por el mundo; bendícelos y santifícalos. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que sean santificados en la unidad, como también nosotros lo somos. Y quiero, Padre, que, donde yo esté, estén también ellos conmigo, para que vean mi gloria en tu reino.
Y a aquel que tanto ha soportado por nosotros, que tantos bienes nos ha traído y nos traerá en el futuro, y a Dios, toda criatura que hay en los cielos, en la tierra, en el mar y en los abismos rinda alabanza, gloria, honor y bendición, porque él es nuestro poder y nuestra fortaleza, y sólo él es bueno, sólo él altísimo, sólo él omnipotente, admirable, glorioso y sólo él santo, laudable y bendito por los infinitos siglos de los siglos. Amén.
De los que no hacen penitencia
Pero todos aquellos que no viven en penitencia, y no reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y se dedican a vicios y pecados; y los que andan tras la mala concupiscencia y los malos deseos, y no guardan lo que prometieron, y sirven corporalmente al mundo con los deseos carnales, los cuidados y preocupaciones de este siglo y los cuidados de esta vida, engañados por el diablo, cuyos hijos son y cuyas obras hacen, están ciegos, porque no ven la verdadera luz, nuestro Señor Jesucristo. No tienen la sabiduría espiritual, porque no tienen en sí al Hijo de Dios, que es la verdadera sabiduría del Padre; de ellos se dice: Su sabiduría ha sido devorada. Ven, conocen, saben y hacen el mal; y ellos mismos, a sabiendas, pierden sus almas. Ved, ciegos, engañados por nuestros enemigos, a saber, por la carne, el mundo y el diablo, que al cuerpo le es dulce hacer el pecado y amargo servir a Dios, porque todos los males, vicios y pecados salen y proceden del corazón de los hombres, como dice el Señor en el Evangelio. Y nada tenéis en este siglo ni en el futuro. Pensáis poseer por largo tiempo las vanidades de este siglo, pero estáis engañados, porque vendrá el día y la hora en los que no pensáis y no sabéis e ignoráis.
Enferma el cuerpo, se aproxima la muerte, vienen los parientes y amigos diciendo: «Dispón de tus bienes». He aquí que su mujer y sus hijos y los parientes y amigos fingen llorar. Y mirando alrededor los ve llorando, se mueve por un mal movimiento, y pensando dentro de sí dice: «He aquí mi alma y mi cuerpo y todas mis cosas, que pongo en vuestras manos». Verdaderamente es maldito este hombre, que confía y expone su alma y su cuerpo y todas sus cosas en tales manos; por eso el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que confía en el hombre. Y al punto hacen venir al sacerdote; el sacerdote le dice: «¿Quieres recibir la penitencia de todos tus pecados?». Responde: «Quiero». «¿Quieres satisfacer según puedes, con tus bienes, por tus pecados y por aquello en que defraudaste y engañaste a la gente?». Responde: «No». Y el sacerdote le dice: «¿Por qué no?». «Porque lo he dejado todo en manos de los parientes y amigos». Y comienza a perder el habla, y así muere aquel miserable.
Y sepan todos que dondequiera y como quiera que muera el hombre en pecado mortal sin satisfacción -si podía satisfacer y no satisfizo-, el diablo arrebata su alma de su cuerpo con tanta angustia y tribulación, cuanta ninguno puede saberlo, sino el que las sufre. Y todos los talentos y poder y ciencia que pensaba tener, se le quitará. Y lo deja a parientes y amigos, y ellos tomarán y dividirán su hacienda, y luego dirán: «Maldita sea su alma, porque pudo darnos más y adquirir más de lo que adquirió». Los gusanos comen el cuerpo; y así aquél pierde el cuerpo y el alma en este breve siglo, e irá al infierno, donde será atormentado sin fin.
Despedida
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Yo, el hermano Francisco, vuestro menor siervo, os ruego y os conjuro, en la caridad que es Dios y con la voluntad de besaros los pies, que recibáis con humildad y caridad éstas y las demás palabras de nuestro Señor Jesucristo, y que las pongáis por obra y las observéis. Y a todos aquellos y aquellas que las reciban benignamente, las entiendan y envíen copia de las mismas a otros, y si en ellas perseveran hasta el fin, bendígalos el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Amén