A santa Inés de Praga (3)
A la hermana Inés, su reverendísima señora en Cristo y la más digna de ser amada de todos los mortales, hermana del ilustre rey de Bohemia, pero ahora hermana y esposa del supremo Rey de los cielos, Clara, humildísima e indigna esclava de Cristo y sierva de las Damas Pobres, le desea los gozos de la salvación en el autor de la salvación y todo lo mejor que pueda desearse.
Reboso de alegría por tu buena salud, por tu estado feliz y por los prósperos acontecimientos con los que entiendo que te mantienes firme en la carrera emprendida para obtener el premio celestial, y respiro saltando de tanto gozo en el Señor, por cuanto he sabido y compruebo que tú suples maravillosamente lo que falta, tanto en mí como en mis otras hermanas, en la imitación de las huellas de Jesucristo pobre y humilde.
Verdaderamente puedo alegrarme, y nadie podría privarme de tanta alegría, cuando, teniendo ya lo que deseé ardientemente bajo el cielo, veo que tú, sostenida por una admirable prerrogativa de la sabiduría que procede de la boca del mismo Dios, echas por tierra de manera terrible e inopinada las astucias del taimado enemigo, y la soberbia que arruina la naturaleza humana, y la vanidad que vuelve fatuos los corazones humanos, y cuando veo que abrazas estrechamente con la humildad, con la fuerza de la fe y con los brazos de la pobreza, el incomparable tesoro escondido en el campo del mundo y de los corazones humanos, con el que se compra a Aquel por quien fueron hechas todas las cosas de la nada; y, para usar con propiedad las palabras del mismo Apóstol, te considero colaboradora del mismo Dios y apoyo de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable.
¿Quién, por consiguiente, me dirá que no goce de tantas alegrías admirables? Alégrate, pues, también tú siempre en el Señor, carísima, y que no te envuelva la amargura ni la oscuridad, oh señora amadísima en Cristo, alegría de los ángeles y corona de las hermanas; fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad, para que también tú sientas lo que sienten los amigos cuando gustan la dulzura escondida que el mismo Dios ha reservado desde el principio para quienes lo aman. Y dejando absolutamente de lado a todos aquellos que, en este mundo falaz e inestable, seducen a sus ciegos amantes, ama totalmente a Aquel que por tu amor se entregó todo entero, cuya hermosura admiran el sol y la luna, cuyas recompensas y su precio y grandeza no tienen límite; hablo de aquel Hijo del Altísimo a quien la Virgen dio a luz, y después de cuyo parto permaneció Virgen. Adhiérete a su Madre dulcísima, que engendró tal Hijo, a quien los cielos no podían contener, y ella, sin embargo, lo acogió en el pequeño claustro de su sagrado útero y lo llevó en su seno de doncella.
¿Quién no aborrecerá las insidias del enemigo del género humano, el cual, mediante el fausto de glorias momentáneas y falaces, trata de reducir a la nada lo que es mayor que el cielo? En efecto, resulta evidente que, por la gracia de Dios, la más digna de las criaturas, el alma del hombre fiel, es mayor que el cielo, ya que los cielos y las demás criaturas no pueden contener al Creador, y sola el alma fiel es su morada y su sede, y esto solamente por la caridad, de la que carecen los impíos, como dice la Verdad: El que me ama, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y vendremos a él, y moraremos en él.
Por consiguiente, así como la gloriosa Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente, así también tú, siguiendo sus huellas, ante todo las de la humildad y pobreza, siempre puedes, sin duda alguna, llevarlo espiritualmente en tu cuerpo casto y virginal, conteniendo a Aquel que os contiene a ti y a todas las cosas, poseyendo aquello que, incluso en comparación con las demás posesiones de este mundo, que son pasajeras, poseerás más fuertemente. En esto se engañan algunos reyes y reinas del mundo, pues aunque su soberbia se eleve hasta el cielo y su cabeza toque las nubes, al fin se reducen, por así decir, a basura.
Y en cuanto a las cosas que me has pedido que te aclare, a saber, cuáles serían las fiestas que tal vez nuestro gloriosísimo padre san Francisco nos aconsejó que celebráramos especialmente con variedad de manjares, como creo que hasta cierto punto has estimado, me ha parecido que tenía que responder a tu caridad. Tu prudencia ciertamente se habrá enterado de que, exceptuadas las débiles y las enfermas, para con las cuales nos aconsejó y mandó que tuviéramos toda la discreción posible respecto a cualquier género de alimentos, ninguna de nosotras que esté sana y fuerte debería comer sino alimentos cuaresmales sólo, tanto los días feriales como los festivos, ayunando todos los días, exceptuados los domingos y el día de la Natividad del Señor, en los cuales deberíamos comer dos veces al día. Y también los jueves, en el tiempo ordinario, según la voluntad de cada una, es decir, que la que no quisiera ayunar, no estaría obligada. Sin embargo, las que estamos sanas ayunamos todos los días, exceptuados los domingos y el día de Navidad.
Mas en todo el tiempo de Pascua, como dice el escrito del bienaventurado Francisco, y en las fiestas de santa María y de los santos Apóstoles, no estamos tampoco obligadas a ayunar, a no ser que estas fiestas caigan en viernes; y, como queda dicho más arriba, las que estamos sanas y fuertes comemos siempre alimentos cuaresmales.
Pero como nuestra carne no es de bronce, ni nuestra fortaleza es la de la roca, sino que más bien somos frágiles y propensas a toda debilidad corporal, te ruego, carísima, y te pido en el Señor que desistas con sabiduría y discreción de una cierta austeridad indiscreta e imposible en la abstinencia que, según he sabido, tú te habías propuesto, para que, viviendo, alabes al Señor, ofrezcas al Señor tu obsequio racional y tu sacrificio esté siempre condimentado con sal.
Que te vaya siempre bien en el Señor, como deseo que me vaya bien a mí, y encomiéndanos en tus santas oraciones tanto a mí como a mis hermanas.