A santa Inés de Praga (1)
A la venerable y santísima virgen, doña Inés, hija del excelentísimo e ilustrísimo rey de Bohemia, Clara, indigna servidora de Jesucristo y sierva inútil de las damas encerradas del monasterio de San Damián, súbdita y sierva suya en todo, se le encomienda de manera absoluta con especial reverencia y le desea que obtenga la gloria de la felicidad eterna.
Al llegar a mis oídos la honestísima fama de vuestro santo comportamiento religioso y de vuestra vida, que se ha divulgado egregiamente, no sólo hasta mí, sino por casi toda la tierra, me alegro muchísimo en el Señor y salto de gozo; a causa de eso, no sólo yo personalmente puedo saltar de gozo, sino todos los que sirven y desean servir a Jesucristo. Y el motivo de esto es que, cuando vos hubierais podido disfrutar más que nadie de las pompas y honores y dignidades del siglo, desposándoos legítimamente con el ínclito Emperador con gloria excelente, como convenía a vuestra excelencia y a la suya, desdeñando todas esas cosas, vos habéis elegido más bien, con entereza de ánimo y con todo el afecto de vuestro corazón, la santísima pobreza y la penuria corporal, tomando un esposo de más noble linaje, el Señor Jesucristo, que guardará vuestra virginidad siempre inmaculada e ilesa.
Cuando lo amáis, sois casta; cuando lo tocáis, os volvéis más pura; cuando lo aceptáis, sois virgen. Su poder es más fuerte, su generosidad más excelsa, su aspecto más hermoso, su amor más suave y toda su gracia más elegante. Ya estáis vos estrechamente abrazada a Aquel que ha ornado vuestro pecho con piedras preciosas y ha colgado de vuestras orejas margaritas inestimables, y os ha envuelto toda de perlas brillantes y resplandecientes, y ha puesto sobre vuestra cabeza una corona de oro marcada con el signo de la santidad.
Por tanto, hermana carísima, o más bien, señora sumamente venerable, porque sois esposa y madre y hermana de mi Señor Jesucristo, tan esplendorosamente distinguida por el estandarte de la virginidad inviolable y de la santísima pobreza, confortaos en el santo servicio comenzado con el deseo ardiente del pobre Crucificado, el cual soportó la pasión de la cruz por todos nosotros, librándonos del poder del príncipe de las tinieblas, poder al que estábamos encadenados por la transgresión del primer hombre, y reconciliándonos con Dios Padre.
¡Oh bienaventurada pobreza, que da riquezas eternas a quienes la aman y abrazan! ¡Oh santa pobreza, que a los que la poseen y desean les es prometido por Dios el reino de los cielos, y les son ofrecidas, sin duda alguna, hasta la eterna gloria y la vida bienaventurada! ¡Oh piadosa pobreza, a la que el Señor Jesucristo se dignó abrazar con preferencia sobre todas las cosas, Él, que regía y rige cielo y tierra, que, además, lo dijo y las cosas fueron hechas! Pues las zorras, dice Él, tienen madrigueras, y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre, es decir, Cristo, no tiene donde reclinar la cabeza, sino que, inclinada la cabeza, entregó el espíritu.
Por consiguiente, si tan grande y tan importante Señor, al venir al seno de la Virgen, quiso aparecer en el mundo, despreciado, indigente y pobre, para que los hombres, que eran paupérrimos e indigentes, y que sufrían una indigencia extrema de alimento celestial, se hicieran en Él ricos mediante la posesión del reino de los cielos, saltad de gozo y alegraos muchísimo, colmada de inmenso gozo y alegría espiritual, porque, por haber preferido vos el desprecio del siglo a los honores, la pobreza a las riquezas temporales, y guardar los tesoros en el cielo antes que en la tierra, allá donde ni la herrumbre los corroe, ni los come la polilla, ni los ladrones los desentierran y roban, vuestra recompensa es copiosísima en los cielos, y habéis merecido dignamente ser llamada hermana, esposa y madre del Hijo del Altísimo Padre y de la gloriosa Virgen.
Pues creo firmemente que vos sabíais que el Señor no da ni promete el reino de los cielos sino a los pobres, porque cuando se ama una cosa temporal, se pierde el fruto de la caridad; que no se puede servir a Dios y al dinero, porque o se ama a uno y se aborrece al otro, o se servirá a uno y se despreciará al otro; y que un hombre vestido no puede luchar con otro desnudo, porque es más pronto derribado al suelo el que tiene de donde ser asido; y que no se puede permanecer glorioso en el siglo y luego reinar allá con Cristo; y que antes podrá pasar un camello por el ojo de una aguja, que subir un rico al reino de los cielos. Por eso vos os habéis despojado de los vestidos, esto es, de las riquezas temporales, a fin de evitar absolutamente sucumbir en el combate, para que podáis entrar en el reino de los cielos por el camino estrecho y la puerta angosta. Qué negocio tan grande y loable: dejar las cosas temporales por las eternas, merecer las cosas celestiales por las terrenas, recibir el ciento por uno, y poseer la bienaventurada vida eterna.
Por lo cual consideré que, en cuanto puedo, debía suplicar a vuestra excelencia y santidad, con humildes preces, en las entrañas de Cristo, que os dignéis confortaros en su santo servicio, creciendo de lo bueno a lo mejor, de virtudes en virtudes, para que Aquel a quien servís con todo el deseo de vuestra alma, se digne daros con profusión los premios deseados.
Os ruego también en el Señor, como puedo, que os dignéis encomendarnos en vuestras santísimas oraciones, a mí, vuestra servidora, aunque inútil, y a las demás hermanas, tan afectas a vos, que moran conmigo en este monasterio, para que, con la ayuda de esas oraciones, podamos merecer la misericordia de Jesucristo, y merezcamos igualmente gozar junto con vos de la visión eterna.
Que os vaya bien en el Señor, y orad por mí.